miércoles, 24 de octubre de 2007

LAS CANCIONES DE LA FELICIDAD


—Tener una pareja con la cual se conviva en paz y con cariño es una buena idea— dijo uno.

—Y no sólo es una buena idea, sino que además está muy extendida— le respondió el otro.

Tener muchos y buenos amigos es mejor que tener pocos y malos.

Tener una familia amplia y unida es mejor que andar solo por estos mundos.

Ya desde antiguo muchos sabios han enunciado las condiciones de la felicidad.

Pero la felicidad no es una tarea titánica o algo frágil, o algo reservado solamente a los dioses terrenos o celestes.

Todos los bienes humanos o terrestres, a lo que nos aferramos o lo que deseamos, todos estos dones tienen fecha de caducidad, son perecederos.

Las otras personas son el espejo donde uno se mira. Uno es el espejo donde otras personas se miran.

Los sentimientos más primarios a la par que indeseables afloran también en la convivencia: ira, envidia, celos, desconfianza...

No hay por qué evitar la conciencia de estos sentimientos, sino que conociéndolos llegamos a la comprensión de la esencia humana.

El anacoreta que se retira de la sociedad humana no tiene esta ocasión de templarse en las ascuas de las pasiones humanas.

Y, sin embargo, es en verdad penoso convertirse en piedra del sufrimiento ajeno. Uno mismo también puede ser muro o escollera donde se estrellan las pasiones, los desengaños, la ambición, los celos, las frustraciones y las envidias de otras personas. No importa que nuestras intenciones sean buenas, pues necesariamente al vivir en sociedad nos convertimos en elemento del paisaje humano de otras personas.

Pareja, familia, amigos,... todos ellos hermosos dones, como los son las torrenteras, las hierbas salvajes y los peñascos pelados del anacoreta. Hemos de comprender los ámbitos donde estos dones se sitúan.

La conciencia de uno mismo es también la conciencia de los otros y de todo.

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