domingo, 6 de mayo de 2007

¿Qué te pasa, hombre blanco?

Hay un pasaje de algunas películas de tema exótico o también en los relatos de antropólogos y viajeros que siempre me llamó la atención, aunque hasta ahora no me figuré en su alcance verdadero. Se trata de aquel momento cuando el aborigen, generalmente el chamán de la tribu (de América, Oceanía, África o Asia), le dice al occidental: “¿Qué te pasa, hombre blanco? ¿Estás enfermo?”.

La frase resulta particularmente extraña cuando el supuesto “enfermo” occidental resulta ser un mocetón fornido o una mujer espectacular. ¿En qué consistía esa enfermedad de Occidente que suponían los aborígenes? ¿Se trataba acaso meramente de un prejuicio racial por parte de ellos, una apreciación subjetiva y arbitraria o qué?

Lo más interesante de los antropólogos no es el estudio que hagan de las culturas exóticas (“primitivas” que decimos en nuestra altanería), sino luego la antropología que realizan cuando regresan a casa y reparan en la extrañeza de su propia sociedad. Igual nos ocurre a los turistas (por mucho que el término nos ofenda y queramos considerarnos viajeros). A mí al menos me ocurre, cuanto más viajo más extraño me siento en mi propia tierra, y más cercano me siento a los habitantes de, por ejemplo, el Amazonas o la India. Lo peor no es el llamado “shock cultural” cuando vamos allí lo peor es el choque cultural cuando venimos de regreso.

Me pasó cuando vine en un viaje de vuelta vía Zurich. Había pasado todo el día en el Pahar Ganj de Delhi viendo a gentes en sus trapillos sonrientes y joviales, me había hecho cortar allí el pelo y luego tomado mi almuerzo. Horas más tardes, por la magia de la aviación, en el terminal de tránsito del aeropuerto suizo señorones opulentos con miles de euros de ropa encima, agarrados a sus maletines de cuero con sus relojes de lujo pero con un semblante entre agresivo y sombrío que sus adornos sólo conseguían realzar. Quizá sea sólo prejuicio y subjetividad por mi parte, pero no pude dejar de pensar entonces en aquel libro del zuriqués Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte, que comienza diciendo: "Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo."

¿En qué consiste la enfermedad de Occidente? Pues está claro que existe. Y todavía parece patente, como se aprecia en el libro del adinerado Zorn, que a mayor opulencia y cultura, a mayor occidentalidad, en suma, mayor miseria. Al final nos agarramos a nuestros chalés (aunque no los tengamos), a nuestros maletines de cuero y a nuestros cachivaches electrónicos como quien se agarra a un salvavidas en mitad de la tormenta. Sí, pero ¿en qué consiste la tormenta, en qué consiste el problema? Desde luego en el libro de Zorn tampoco se descubre ni aclara.

Me hace gracia que Zorn estudiara la cultura española y viajara a España para buscar un poco de alivio en su melancolía de la opulencia. Qué equivocado estaba.

Debía de haber ido más lejos. Ni siquiera creo que España sea una tierra intermedia entre Zurich y Brasil, por poner un caso, o la India, sólo por mencionar dos de mis países preferidos. Y es llegar allí para sentirse uno, de algún modo pesado y enfermo, y es salir de allí sintiéndose más ligero y saludable. Desde luego para encontrar la clave de la enfermedad de Occidente era necesario no sólo viajar, sino también volver. Como hizo la estadounidense Jean Liedloff.

Esta modelo fotográfica ocasional, y antropóloga aficionada viajó al Amazonas en busca de tesoros, donde, como suele suceder en este tipo de relatos, en vez de encontrar metales y piedras preciosas, encontró el tesoro escondido de la humanidad entera: la infancia feliz.

En una reedición más del mito del buen salvaje de Rousseau, describe un pueblo, los Yequana que son felices porque su infancia es feliz. Y no es que los Yequana traten a sus hijos de un modo particularmente cariñoso, sencillamente los aceptan a ellos y a sus necesidades básicas. Dan a los bebés y los niños lo que en la genética de cada ser humano, cuando viene al mundo espera encontrar, tal como ha sucedido durante miles o millones de generaciones: contacto materno ininterrumpido, lactancia materna a demanda, brazos y abrazos permanentes. Es lo que Jean Liedloff llama “el concepto del continuum”: hay una continuidad en la línea del origen humano, como especie y como individuos. El bebé que ha estado en el seno de su madre, fuera sigue con ella, en contacto físico permanente, y luego también con otros miembros del poblado, hasta que bien temprano en su vida se integra como miembro de pleno derecho. Es lo que los seres humanos “esperan” cuando nacen, y es lo que se les da. Los niños no son el centro de atención de los adultos, no se les organizan juegos ni espacios, ni nada especial para ellos sino que, al contrario, son ellos los aceptados en la sociedad de los adultos. El resultado son niños armoniosos y obedientes y seguros de sí. Los adultos yequana, en comparación con los occidentales como Liedloff y sus compañeros, son personas equilibradas y flexibles, de unas cualidades físicas envidiables: no tienen vértigo, son ágiles y resistentes. Tienen una alta capacidad para superar las frustraciones con humor, y se despiertan por las noches para bromear y luego, al momento, caen de nuevo dormidos.

Con este “santo graal” de la felicidad humana Jean Liedloff regresa a Occidente para difundir la buena nueva: la clave de nuestras calamidades y dichas sociales y psicológicas reside en la crianza.

Por su parte, Friz Zorn a lo largo de todo el libro no llega a descubrir el misterio, el arcano de su infelicidad. ¿Por qué una persona “joven, rica y culta”padece esa infelicidad absoluta? Habla de “lágrimas tragadas”, hace recuento de numerosos indicios pero desconoce la causa verdadera. El protagonista del relato, el propio autor muere luego sumido en la perplejidad del enigma.

Jean Liedloff hace un relato emocionante de las vivencias de un bebé en el Occidente opulento. Se pone en su lugar y lo cuenta: tal vez imaginación y tal vez memoria.

Por primera y única vez en la Historia de la Humanidad, se ha quebrado ese Continuum. Esta es la única sociedad humana donde no hay lugar para la crianza, donde en ocasiones ya desde la propia clínica los bebés son separados de sus madres, donde con frecuencia no reciben el calor de su pecho o sólo brevemente, donde a los críos se les pone en situación de llorar y son dejados que lloren hasta que pierden la esperanza de ser atendidos y luego callan en una especie de estado de shock letárgico. Y luego tras dos o tres meses (lo que dura la baja de maternidad de la madre) son depositados en las guarderías. En este espacio de tiempo la mayoría de los casos se les ha negado los brazos y los abrazos “porque se acostumbran” (en realidad venían acostumbrados de antemano se pretende desacostumbrarlos), se les ha alimentado con tetinas y leches sintéticas, se les ha puesto a dormir separados de sus madres.

La ausencia de contacto físico es peligrosa y perniciosa. Por sí misma produce mortandad en los niños de los orfelinatos, por bien alimentados y abrigados que estén. La mayoría de los bebés occidentales reciben menos contacto físico del que en otros ámbitos culturales se ofrece.

Las personas de otras culturas veían y ven en los occidentales a personas extrañas: personas que habían sido desprovistas del calor y la confianza de una infancia verdadera. Veían en nosotros el hueco dejado por esa ausencia irrecuperable.

Es muy difícil decir y decidir qué causas tuvieron cuáles efectos. Pero lo que es innegable que esta situación que se vive en Occidente, en términos históricos y geográficos es inusual. Sin duda, y de algún modo que cada cual quiera ver dentro de sí, tiene sus consecuencias.


Más información sobre la crianza en:

unicef: bienestar infantil en países ricos

vídeo sobre los efectos de la ausencia de contacto físico en los bebés

asociación y foro criar con el corazón

asociación y foro dormir sin llorar

método estivill

Criando y Creando

1 comentario:

Carmen dijo...

Hola

Hace algunos meses Miguel Gómez Losada en su diario hacía una reflexión sobre lo que es vivir bien al mismo tiempo que se formulaba esta pregunta. Recuerdo que en el comentario que le hice, más o menos, vine a decirle que cuando me planteo esta pregunta siempre viene a mi mente una parte del libro Papillón, que leí con trece años. En el tiempo que duró uno de sus fugas de la prisión vivió algún tiempo en un poblado indio, incluso tuvo allí dos hijos.
Con tanto avance y tanto adelanto aquí me digo...ellos viven mejor allí.

Siguiendo con mi asociación de ideas me voy ahora a lo que dices de que ahora se crean espacios para los niños, no incluyéndolos en el espacio de los adultos. He recordado lo que hacían los paisajistas ingleses en su intento por conseguir que hasta el jardín más estudiado pareciese fruto de la naturaleza. En la parte trasera de la casa, donde había espacio para tomar el té, pasear, un espacio de jardín más "formal" y una gran pradera de césped.
A una distancia "prudencial" cavaban una zanja para detrás poner vacas que pastaran.
Así las vacas se veían pero al no poder pasar la zanja nunca molestaban y la perspectiva obviaba la zanja por supuesto.

Un saludo